domingo, 8 de febrero de 2009

La Borra del Café.

Salíamos del café, caminamos una cuadra pero no alcanzamos a cruzar Dieciocho. Con tantas emociones, no me había dado cuenta de que el cielo se había encapotado, de modo que me sorprendí cuando empezó a llover, y siguió cada vez con más fuerza. Corrimos unos metros, pero aquello era un diluvio. Ya no era posible regresar al café, así que nos metimos en una entrada de apartamentos, que estaba más oscura aún que la calle. Como el agua entraba también allí, nos metimos más adentro. No había nadie. Ella me tomó la mano, se la llevó a los labios mojados por la lluvia y me la besó varias veces. La oscuridad de adentro y la inclemencia de afuera nos protegían del mundo, de modo que la abracé, tan tiernamente como puede hacerlo alguien que ha cultivado una ausencia durante años.
Nos besamos, nos acariciamos y nos volvimos a acariciar. Me sentía en la gloria y era inevitable que pensara en la jornada siguiente, en la casa de la calle Mercedes. Ya no importaba si seguía lloviendo o si había escampado. Tuvimos otra vez noción de que el mundo existía, cuando alguien, con voz seca y conteniendo su indignación, dijo en mi nuca: "con su permiso jóvenes", para que le permitiéramos llegar al ascensor. Balbuceamos perdón y solo entonces vimos el sol de la calle. Rita miro su reloj pulsera y casi grito: "Se me hizo tarde, “Tengo que llegar"."¿A donde?" pregunté, desconcertado y ansioso. "Tengo que llegar", repitió. "Mañana nos vemos. No te olvides. “Chau" Y me dio un último, fugacísimo beso, antes de salir corriendo por Dieciocho en dirección a la plaza.

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Si te vas no tengo nada, Si te quedas puedo hasta el mundo cambiar, O quizás no habré crecido, dejando mariposas escapar.

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